viernes, 14 de agosto de 2009
EL PROBADOR
Ya sé que no está bien pensar que tu padre es un imbécil. Pero lo teníais que haber visto observándome como a una aparición. Intenté todo lo que se hace en estos casos para echar a alguien de un probador; fingí una repentina tos, realicé un profundo suspiro e incluso hice el amago de quitarme la camiseta. Pero ni por esas. Opté entonces por la sinceridad y le invité a marcharse para ponerme mi disfraz de princesa. Él me contesto con la misma cara de imbécil que antes: Antoñito hijo ¿no prefieres un traje de vaquero?
LA ENTREVISTA
Acudí a mi entrevista de trabajo lo más peripuesto posible. Quería causar buena impresión. No me podía permitir estar mucho más tiempo sin una ocupación. Mi economía estaba en una situación demasiado crítica. Hice un último repaso a mi aspecto en el espejo del ascensor. Pensé que estaba algo demacrado para cuarenta y cinco años, también me di cuenta de que me estaba cagando y que me sudaban las orejas, siempre que me pongo nervioso me dan ganas de cagar. El ascensor paró en la 5.ª planta.
Hice caso al letrero de la puerta y entré sin llamar. En la recepción una secretaria muy amable me indicó que pasara a un despacho. “En seguida le atiende”, me dijo con voz de contestador.
El despacho era grande y luminoso. Todo muy a la última. Una de las paredes estaba llena de diplomas (licenciaturas, títulos, masteres…) y la otra estaba plagada de fotos. En ellas se veía a un tipo alto y apuesto en diferentes momentos triunfales de su vida: recogiendo algún premio, al lado de una autoridad, incluso tenía un retrato con el Rey. En ese momento me di cuenta de dos cosas: que a ese cabrón de las fotos le iba mucho mejor que a mí y que mis ganas de cagar iba en aumento.
Miré el reloj. Llevaba diez minutos en ese lugar sin que nadie me atendiera. Decidí sentarme frente a la gran mesa que coronaba el despacho. Estaba llena de papeles y carpetas, todo muy ordenado. Entonces ocurrió. En un lado de la mesa vi algo que llenó mis orejas de gotitas y que produjo en mi estómago un retortijón que milagrosamente conseguí contener. No daba crédito a mis ojos. Estaba viendo claramente que encima de la mesa había una pistola.
Intenté tranquilizarme. Pero no podía dejar de mirar a aquella pistola, nunca había tenido una tan cerca. Me entraron unas ganas absurdas de cogerla. La empuñadura metálica estaba muy fría y pesaba más de lo que imaginaba. Como un niño que juega a vaqueros apunté a las fotos y comencé a pegar tiros ficticios, el sonido lo emitía con la boca bang, bang, bang... En mi imaginación maté a un concejal, un director de banco y dos alcaldes. Aunque el asesinato imaginario que más satisfacción me produjo fue el del Rey.
El sonido de la puerta del despacho al abrirse interrumpió mi juego, y me asustó. Me volví rápidamente hacia ella, como un muchacho travieso seguía sosteniendo y apuntando con la pistola. El tipo con suerte de las fotos me miraba, pero esta vez no sonreía. Luego todo fue muy deprisa. El sonido ensordecedor, el olor a pólvora, los gritos de la secretaria y yo que me había cagado en los pantalones.
Hice caso al letrero de la puerta y entré sin llamar. En la recepción una secretaria muy amable me indicó que pasara a un despacho. “En seguida le atiende”, me dijo con voz de contestador.
El despacho era grande y luminoso. Todo muy a la última. Una de las paredes estaba llena de diplomas (licenciaturas, títulos, masteres…) y la otra estaba plagada de fotos. En ellas se veía a un tipo alto y apuesto en diferentes momentos triunfales de su vida: recogiendo algún premio, al lado de una autoridad, incluso tenía un retrato con el Rey. En ese momento me di cuenta de dos cosas: que a ese cabrón de las fotos le iba mucho mejor que a mí y que mis ganas de cagar iba en aumento.
Miré el reloj. Llevaba diez minutos en ese lugar sin que nadie me atendiera. Decidí sentarme frente a la gran mesa que coronaba el despacho. Estaba llena de papeles y carpetas, todo muy ordenado. Entonces ocurrió. En un lado de la mesa vi algo que llenó mis orejas de gotitas y que produjo en mi estómago un retortijón que milagrosamente conseguí contener. No daba crédito a mis ojos. Estaba viendo claramente que encima de la mesa había una pistola.
Intenté tranquilizarme. Pero no podía dejar de mirar a aquella pistola, nunca había tenido una tan cerca. Me entraron unas ganas absurdas de cogerla. La empuñadura metálica estaba muy fría y pesaba más de lo que imaginaba. Como un niño que juega a vaqueros apunté a las fotos y comencé a pegar tiros ficticios, el sonido lo emitía con la boca bang, bang, bang... En mi imaginación maté a un concejal, un director de banco y dos alcaldes. Aunque el asesinato imaginario que más satisfacción me produjo fue el del Rey.
El sonido de la puerta del despacho al abrirse interrumpió mi juego, y me asustó. Me volví rápidamente hacia ella, como un muchacho travieso seguía sosteniendo y apuntando con la pistola. El tipo con suerte de las fotos me miraba, pero esta vez no sonreía. Luego todo fue muy deprisa. El sonido ensordecedor, el olor a pólvora, los gritos de la secretaria y yo que me había cagado en los pantalones.
EL INCREDULO (nuevo)
En el anuncio del periódico lo decía bien claro: Se busca incrédulo con experiencia mínima demostrable de 5 años. Ofrecemos trabajo estable muy bien remunerado. Interesados mandar currículum vitae con foto al siguiente e-mail: TEM@artificial.com.
La oferta de trabajo me hizo sonreír, pensé que seguramente se trataba de alguna broma estúpida perteneciente a algún programa de televisión. Gravarían a los pobres incautos con cámara oculta para luego en pleno prime time reírse a costa de ellos.
No obstante, el anuncio me hizo reflexionar sobre mi condición de incrédulo. Porque el no creerme el contenido del anuncio me convertía, automáticamente, en un buen aspirante al trabajo ofertado. Volví a sonreír al descubrir la divertida paradoja que se producía con todo esto.
Mientras encendía el ordenador y escuchaba sus ruidos mecánicos seguí indagando más profundamente en mi incredulidad. Ciertamente, yo era un tipo bastante escéptico, debido quizás a mi labor como trabajador social, en la que, día a día, tenía que convivir con mendigos, emigrantes ilegales, drogadictos, putas, adolescentes inadaptados, presos y un sinfín más de desheredados sociales. Vivir tan cerca ese tipo de situaciones me hacía desconfiar de eso que llaman la bondad del ser humano.
En mi vida de pareja soy feliz. No creo en el amor y en eso radica, precisamente, el secreto de mi éxito. Me casé con mi mejor amiga, una manera práctica de sentir equilibrio emocional sin grandes riesgos ni complicaciones.
El ordenador ya estaba preparado para mandar mi currículum con foto incluida, no obstante, apreté al ENTER con recelo. Ahora solo tenía que esperar.
A las dos semanas una voz fría y metálica me informó de que había sido preseleccionado para aquel trabajo, me sorprendí un poco cuando me comunicaron que ellos mismos pasarían a recogerme. Con asombrosa puntualidad vino a por mí un coche grande y elegante de cristales ahumados.
Recuerdo que las oficinas estaban en un sitio enorme de forma pentagonal, tuve que pasar por fuertes medidas de seguridad. Por fin, llegué a una sala, en la que una atractiva secretaria me pidió amablemente que la siguiera, mientras recorríamos lo que parecía un pasillo interminable me explicó que en el edificio donde me hallaba trabajaban unas 23.000 personas distribuidas en 5 pisos con 5 corredores cada uno y que, pese a que hay 28,16 km de pasadizos, solo se requieren unos 7 min para caminar entre dos puntos cualesquiera del edificio, fue exactamente lo que tardamos en llegar a un pequeño despacho en el que me recibió un hombre alto y corpulento de edad indeterminada, me estrechó con fuerza la mano y con simpatía desbordarte me invitó a que me sentara. Seguidamente, sacó una carpeta de plástico del cajón de su mesa y durante unos 10 min empezó a detallar mi vida desde mi nacimiento hasta ese mismo día: nombre de mis padres, colegios, amigos, novias, trabajos… ni siquiera se le escaparon los 3 años que estuve jugueteando con las drogas. Todo aquello me empezaba a enojar, con toda la sequedad que me permitía mi educación hablé.
-¿En qué consiste el trabajo?
-Digamos que en mentir -dijo sin perder la sonrisa-.
-Creí que buscaban un incrédulo.
-Para ser un buen mentiroso, primero, hay que ser un gran incrédulo.
-Si es algo ilegal olvídese de mí.
-Créame que es legal, lo llevamos haciendo muchos años. No sé si esto que le voy a decir ahora logrará tranquilizarle pero es un trabajo para el Estado.
Transcurrió 1 min de incómodo silencio. Estaba empezando a perder mi paciencia ante tanto misterio, creo que él lo notó y su rictus se convirtió en seriedad, agarró mi mano casi de forma femenina y me habló como se le habla a un niño perdido.
-Mire, no podemos decirle en qué consiste el trabajo hasta saber si está preparado o no para él. Necesitamos 2 años para comprobarlo. Será un tiempo de aprendizaje para usted y para nosotros, para ello tendrá que vivir aquí con su familia. Le garantizo que se podrá marchar cuando quiera. Por supuesto, el tiempo que esté con nosotros percibirá unas cantidades muy suculentas. Le podemos cambiar la vida y usted nos la puede cambiar a todos nosotros, la única condición es que no le diremos en qué consiste el trabajo hasta el último día de entrenamiento.
Acepté. Fueron 2 años duros e interesantes. El aprendizaje consistía en saber cautivar, moverme, adivinar lo que no se dice con palabras... Me leía todas las mañanas los veinte periódicos más importantes del mundo, me enseñaron el conocimiento de los filósofos más importantes, supe los pros y los contras de todas las corrientes políticas. El entrenamiento no solo era mental, sino también físico (pesas, boxeo, natación, ajedrez…), pero la asignatura primordial o más relevante en la que no se podía flojear era la mentira, ellos me decían que lo tenía que hacer por el bien de la humanidad.
No me fue mal, fui un alumno aventajado. Según ellos, el mejor que nunca habían tenido, de hecho, fui el primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos.
La oferta de trabajo me hizo sonreír, pensé que seguramente se trataba de alguna broma estúpida perteneciente a algún programa de televisión. Gravarían a los pobres incautos con cámara oculta para luego en pleno prime time reírse a costa de ellos.
No obstante, el anuncio me hizo reflexionar sobre mi condición de incrédulo. Porque el no creerme el contenido del anuncio me convertía, automáticamente, en un buen aspirante al trabajo ofertado. Volví a sonreír al descubrir la divertida paradoja que se producía con todo esto.
Mientras encendía el ordenador y escuchaba sus ruidos mecánicos seguí indagando más profundamente en mi incredulidad. Ciertamente, yo era un tipo bastante escéptico, debido quizás a mi labor como trabajador social, en la que, día a día, tenía que convivir con mendigos, emigrantes ilegales, drogadictos, putas, adolescentes inadaptados, presos y un sinfín más de desheredados sociales. Vivir tan cerca ese tipo de situaciones me hacía desconfiar de eso que llaman la bondad del ser humano.
En mi vida de pareja soy feliz. No creo en el amor y en eso radica, precisamente, el secreto de mi éxito. Me casé con mi mejor amiga, una manera práctica de sentir equilibrio emocional sin grandes riesgos ni complicaciones.
El ordenador ya estaba preparado para mandar mi currículum con foto incluida, no obstante, apreté al ENTER con recelo. Ahora solo tenía que esperar.
A las dos semanas una voz fría y metálica me informó de que había sido preseleccionado para aquel trabajo, me sorprendí un poco cuando me comunicaron que ellos mismos pasarían a recogerme. Con asombrosa puntualidad vino a por mí un coche grande y elegante de cristales ahumados.
Recuerdo que las oficinas estaban en un sitio enorme de forma pentagonal, tuve que pasar por fuertes medidas de seguridad. Por fin, llegué a una sala, en la que una atractiva secretaria me pidió amablemente que la siguiera, mientras recorríamos lo que parecía un pasillo interminable me explicó que en el edificio donde me hallaba trabajaban unas 23.000 personas distribuidas en 5 pisos con 5 corredores cada uno y que, pese a que hay 28,16 km de pasadizos, solo se requieren unos 7 min para caminar entre dos puntos cualesquiera del edificio, fue exactamente lo que tardamos en llegar a un pequeño despacho en el que me recibió un hombre alto y corpulento de edad indeterminada, me estrechó con fuerza la mano y con simpatía desbordarte me invitó a que me sentara. Seguidamente, sacó una carpeta de plástico del cajón de su mesa y durante unos 10 min empezó a detallar mi vida desde mi nacimiento hasta ese mismo día: nombre de mis padres, colegios, amigos, novias, trabajos… ni siquiera se le escaparon los 3 años que estuve jugueteando con las drogas. Todo aquello me empezaba a enojar, con toda la sequedad que me permitía mi educación hablé.
-¿En qué consiste el trabajo?
-Digamos que en mentir -dijo sin perder la sonrisa-.
-Creí que buscaban un incrédulo.
-Para ser un buen mentiroso, primero, hay que ser un gran incrédulo.
-Si es algo ilegal olvídese de mí.
-Créame que es legal, lo llevamos haciendo muchos años. No sé si esto que le voy a decir ahora logrará tranquilizarle pero es un trabajo para el Estado.
Transcurrió 1 min de incómodo silencio. Estaba empezando a perder mi paciencia ante tanto misterio, creo que él lo notó y su rictus se convirtió en seriedad, agarró mi mano casi de forma femenina y me habló como se le habla a un niño perdido.
-Mire, no podemos decirle en qué consiste el trabajo hasta saber si está preparado o no para él. Necesitamos 2 años para comprobarlo. Será un tiempo de aprendizaje para usted y para nosotros, para ello tendrá que vivir aquí con su familia. Le garantizo que se podrá marchar cuando quiera. Por supuesto, el tiempo que esté con nosotros percibirá unas cantidades muy suculentas. Le podemos cambiar la vida y usted nos la puede cambiar a todos nosotros, la única condición es que no le diremos en qué consiste el trabajo hasta el último día de entrenamiento.
Acepté. Fueron 2 años duros e interesantes. El aprendizaje consistía en saber cautivar, moverme, adivinar lo que no se dice con palabras... Me leía todas las mañanas los veinte periódicos más importantes del mundo, me enseñaron el conocimiento de los filósofos más importantes, supe los pros y los contras de todas las corrientes políticas. El entrenamiento no solo era mental, sino también físico (pesas, boxeo, natación, ajedrez…), pero la asignatura primordial o más relevante en la que no se podía flojear era la mentira, ellos me decían que lo tenía que hacer por el bien de la humanidad.
No me fue mal, fui un alumno aventajado. Según ellos, el mejor que nunca habían tenido, de hecho, fui el primer presidente negro en la historia de los Estados Unidos.
ASTEROIDE B331 (nuevo)
Estuve viviendo un año en el asteroide B331. Cómo llegué hasta allí es una historia que me guardaré para otro cuento.
Mi asteroide pertenece a la misma región que los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Estos son los únicos que están habitados de los 420 que componen la región. Son tan pequeños que viven en ellos una sola persona. Yo nunca conocí a ninguno de mis vecinos, pero supe de su existencia por la única visita que recibí en todo aquel tiempo: un niño rubio de ojos enormes y curiosos.
Como muchos de vosotros habréis sospechado mi pequeño planeta es el octavo que visitó el Principito. Pero por alguna razón Antoine de Saint-Exupéry decidió no mencionarlo en su libro. Quizás no lo hizo porque era el menos interesante o tal vez simplemente el Principito no le habló de mí. ¿Quién sabe?
Ahora yo quiero contar aquí el encuentro que tuve con él principito, un encuentro que cambió mi vida
Mi asteroide no medía más de 100 m y solo poseía un manzano que daba peras, una roca que yo utilizaba de asiento para contemplar las estrellas y una vieja pala. Al estar más elevado que el planeta Tierra, se podía divisar la gran bola azul desde cualquiera de sus orillas. Parecía que de un salto pudiera llegar hasta ella, pero sabía que, en realidad, no era así. Mi sueño era salir de allí y volver a mi casa, pero no tenía ni idea de cómo y ya comenzaba a desesperar cuando una dulce voz me despertó una mañana:
-¿Para qué quieres una pala?
-¿Eh…?
-¿Para qué quieres una pala? –insistió la voz-.
Me froté con fuerza los ojos para verificar que no estaba soñando. Delante de mí había un niño de no más de 13 años vestido de azul y con una bufanda color oro mirándome como si lo que me estuviera preguntando fuera la cosa más seria del mundo.
-¿Para qué quieres una pala?
- Para nada, ya estaba aquí cuando llegué. ¿Y, tú, quién eres? ¿Y cómo has venido a parar a este lugar?
-¿No tienes curiosidad por saber si hay algo enterrado?
-¿Qué puede haber enterrado en este desierto? Dime… ¿has venido en algún tipo de artefacto?
-Podríamos intentar excavar. A lo mejor encontramos algo.
-¿Algo… como un tesoro?
-¿Un tesoro? Sí, eso, un tesoro.
-Un cofre con miles de monedas de oro -le dije burlonamente-.
-¿Es eso un tesoro?
-Claro, ¿qué es para ti un tesoro? -pero no quiso o no supo responderme-.
En los días siguientes aprendí que no debía hacerle preguntas a mi nuevo amigo. Nunca las contestaba. Sin embargo, él me podía hacer a mí cientos de ellas en tan solo una hora. Aunque su carácter me sacaba a veces de quicio, me alegraba tenerle cerca, ya no estaba solo. Me contaba historias de sus viajes, me hablaba de las personas que habitaban los otros asteroides y le encantaba que le dibujara los objetos más variopintos. Pero lo que más le gustaba era coger la vieja pala y excavar. Era incansable. Lo más sorprendente es que a lo largo de un día podía encontrar más de una veintena de objetos. Ninguno era de mucha utilidad: regaderas, zapatos, latas, sartenes…. Pero cada vez que encontraba uno me gritaba: “¡Mira, otro tesoro! Mi pequeño asteroide cada vez se parecía más a un viejo almacén abandonado.
Una noche estrellada mirábamos al planeta Tierra. Ese día se cumplía un año de mi llegada a mí extraño asteroide y yo estaba especialmente triste. El lo notó.
-Allí abajo está tu casa, ¿verdad?
-Sí.
- ¿Te gustaría volver?
-No hay nada en el mundo que desee más -le dije mientras se me escapaban las lágrimas-.
-Te cambio mi bufanda por tu pala.
-Para que voy a querer tu bufanda.
-Para volver a tu casa.
Me explicó que solo tenía que subirme a ella, como el que monta a una tabla, y dejarme caer, ella se deslizaría como una pluma hasta aterrizar en cualquier lugar de la Tierra. Cuando el misterio es demasiado impresionante es imposible desobedecer. ¿Y cómo volverás tú a tu casa?, Era inútil preguntárselo, nunca contesta las preguntas. Lo único que me dijo es que seguro que con su pala encontraría algo enterrado que le haría regresar. Yo le creí o le necesitaba creer.
Fui descendiendo como un avión de papel por el cosmos mientras el Principito me decía adiós con la mano.
Aún conservo su bufanda como el mayor de mis tesoros. El Principito me enseñó lo que es un tesoro.
Mi asteroide pertenece a la misma región que los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Estos son los únicos que están habitados de los 420 que componen la región. Son tan pequeños que viven en ellos una sola persona. Yo nunca conocí a ninguno de mis vecinos, pero supe de su existencia por la única visita que recibí en todo aquel tiempo: un niño rubio de ojos enormes y curiosos.
Como muchos de vosotros habréis sospechado mi pequeño planeta es el octavo que visitó el Principito. Pero por alguna razón Antoine de Saint-Exupéry decidió no mencionarlo en su libro. Quizás no lo hizo porque era el menos interesante o tal vez simplemente el Principito no le habló de mí. ¿Quién sabe?
Ahora yo quiero contar aquí el encuentro que tuve con él principito, un encuentro que cambió mi vida
Mi asteroide no medía más de 100 m y solo poseía un manzano que daba peras, una roca que yo utilizaba de asiento para contemplar las estrellas y una vieja pala. Al estar más elevado que el planeta Tierra, se podía divisar la gran bola azul desde cualquiera de sus orillas. Parecía que de un salto pudiera llegar hasta ella, pero sabía que, en realidad, no era así. Mi sueño era salir de allí y volver a mi casa, pero no tenía ni idea de cómo y ya comenzaba a desesperar cuando una dulce voz me despertó una mañana:
-¿Para qué quieres una pala?
-¿Eh…?
-¿Para qué quieres una pala? –insistió la voz-.
Me froté con fuerza los ojos para verificar que no estaba soñando. Delante de mí había un niño de no más de 13 años vestido de azul y con una bufanda color oro mirándome como si lo que me estuviera preguntando fuera la cosa más seria del mundo.
-¿Para qué quieres una pala?
- Para nada, ya estaba aquí cuando llegué. ¿Y, tú, quién eres? ¿Y cómo has venido a parar a este lugar?
-¿No tienes curiosidad por saber si hay algo enterrado?
-¿Qué puede haber enterrado en este desierto? Dime… ¿has venido en algún tipo de artefacto?
-Podríamos intentar excavar. A lo mejor encontramos algo.
-¿Algo… como un tesoro?
-¿Un tesoro? Sí, eso, un tesoro.
-Un cofre con miles de monedas de oro -le dije burlonamente-.
-¿Es eso un tesoro?
-Claro, ¿qué es para ti un tesoro? -pero no quiso o no supo responderme-.
En los días siguientes aprendí que no debía hacerle preguntas a mi nuevo amigo. Nunca las contestaba. Sin embargo, él me podía hacer a mí cientos de ellas en tan solo una hora. Aunque su carácter me sacaba a veces de quicio, me alegraba tenerle cerca, ya no estaba solo. Me contaba historias de sus viajes, me hablaba de las personas que habitaban los otros asteroides y le encantaba que le dibujara los objetos más variopintos. Pero lo que más le gustaba era coger la vieja pala y excavar. Era incansable. Lo más sorprendente es que a lo largo de un día podía encontrar más de una veintena de objetos. Ninguno era de mucha utilidad: regaderas, zapatos, latas, sartenes…. Pero cada vez que encontraba uno me gritaba: “¡Mira, otro tesoro! Mi pequeño asteroide cada vez se parecía más a un viejo almacén abandonado.
Una noche estrellada mirábamos al planeta Tierra. Ese día se cumplía un año de mi llegada a mí extraño asteroide y yo estaba especialmente triste. El lo notó.
-Allí abajo está tu casa, ¿verdad?
-Sí.
- ¿Te gustaría volver?
-No hay nada en el mundo que desee más -le dije mientras se me escapaban las lágrimas-.
-Te cambio mi bufanda por tu pala.
-Para que voy a querer tu bufanda.
-Para volver a tu casa.
Me explicó que solo tenía que subirme a ella, como el que monta a una tabla, y dejarme caer, ella se deslizaría como una pluma hasta aterrizar en cualquier lugar de la Tierra. Cuando el misterio es demasiado impresionante es imposible desobedecer. ¿Y cómo volverás tú a tu casa?, Era inútil preguntárselo, nunca contesta las preguntas. Lo único que me dijo es que seguro que con su pala encontraría algo enterrado que le haría regresar. Yo le creí o le necesitaba creer.
Fui descendiendo como un avión de papel por el cosmos mientras el Principito me decía adiós con la mano.
Aún conservo su bufanda como el mayor de mis tesoros. El Principito me enseñó lo que es un tesoro.
EMPEZAR GANANDO, TERMINAR PERDIENDO
Perdí todo lo que tenía en esa timba de póker: “treinta y cinco mil euros, una ducati original del sesenta y mi colección de discos de los Rolling”. Pude haber perdido también mi coche y un revólver que llevaba en el maletero. Pero el jugador que me había desplumado demostró no ser del todo un mal tipo perdonándome eso y entregándome dos mil euros para que me pudiera largar de ese casino ilegal lo más rápido posible. Un coche viejo, una pistola con una bala y dos mil euros. Era justo lo que necesitaba para mi próximo plan.
El dinero que perdí no era mío, era de mi padre. Todos sus ahorros. Lo conseguí convencer para que me lo prestara con la promesa de que se lo devolvería triplicado. Me faltó poco. Estuve ganando durante las tres primeras horas. Pero ese tío tuvo la suerte de cara y en cinco manos me dejó sin blanca. La historia de mi vida: “empezar ganando, terminar perdiendo”.
Mi idea era conducir hasta el próximo hotel de carretera medio decente y pegarme un tiro. Ya no tenía nada más que perder. Mis miles de líos me habían dejado solo. Lo sentía por mis padres, aunque pensándolo bien, quizás en el fondo desapareciendo les haría un favor. Ya no tendrían que acarrear con más disgustos.
Llegué de noche, llovía copiosamente. El hombre que me atendió en la recepción era un gordo que no paraba de sonreír y de contar chistes malos. En otro momento de mi vida me hubiera caído bien, pero en el actual tanta felicidad me molestaba. El único equipaje que llevaba conmigo era una pequeña bolsa con la pistola y el dinero. Le compré al gordito feliz una botella de whisky para anestesiar el alma y los sentidos en el momento del disparo.
Fuera seguía lloviendo. Ya casi no quedaba líquido en la botella. Me senté desnudo en la cama, introduje la pistola en mi boca y puse el dedo en el gatillo. Sentí que el cañón del arma no era lo suficientemente frío, que el whisky no cumplía con su misión, que la lluvia no era tan triste, que el pasado no pesaba tanto y que el futuro era de un gris oscuro que no llegaba a negro. Comencé a llorar como un niño. No tenía valor para hacerlo. Noté un cansancio proveniente de lo más profundo de mi alma. Mientras me quedaba dormido pensé que dos mil euros no era una mala cantidad para volver a tentar a la suerte.
El dinero que perdí no era mío, era de mi padre. Todos sus ahorros. Lo conseguí convencer para que me lo prestara con la promesa de que se lo devolvería triplicado. Me faltó poco. Estuve ganando durante las tres primeras horas. Pero ese tío tuvo la suerte de cara y en cinco manos me dejó sin blanca. La historia de mi vida: “empezar ganando, terminar perdiendo”.
Mi idea era conducir hasta el próximo hotel de carretera medio decente y pegarme un tiro. Ya no tenía nada más que perder. Mis miles de líos me habían dejado solo. Lo sentía por mis padres, aunque pensándolo bien, quizás en el fondo desapareciendo les haría un favor. Ya no tendrían que acarrear con más disgustos.
Llegué de noche, llovía copiosamente. El hombre que me atendió en la recepción era un gordo que no paraba de sonreír y de contar chistes malos. En otro momento de mi vida me hubiera caído bien, pero en el actual tanta felicidad me molestaba. El único equipaje que llevaba conmigo era una pequeña bolsa con la pistola y el dinero. Le compré al gordito feliz una botella de whisky para anestesiar el alma y los sentidos en el momento del disparo.
Fuera seguía lloviendo. Ya casi no quedaba líquido en la botella. Me senté desnudo en la cama, introduje la pistola en mi boca y puse el dedo en el gatillo. Sentí que el cañón del arma no era lo suficientemente frío, que el whisky no cumplía con su misión, que la lluvia no era tan triste, que el pasado no pesaba tanto y que el futuro era de un gris oscuro que no llegaba a negro. Comencé a llorar como un niño. No tenía valor para hacerlo. Noté un cansancio proveniente de lo más profundo de mi alma. Mientras me quedaba dormido pensé que dos mil euros no era una mala cantidad para volver a tentar a la suerte.
LA TEORIA DE AJU (nuevo)
A Aju le gustaba escribir relatos de amor. Pero en ellos no había puestas de sol en Venecia con besos de tornillo ni tampoco sábanas de seda. Además, sus protagonistas no se deshacían en miradas infinitas y en despedidas llenas de lágrimas, ni jamás se decían te quiero o se besaban. Las historias de Aju eran de amores imposibles. Sus relatos siempre tenían finales tristes. A Aju le gustaba que acabaran así. Porque según él lo que no termina mal, no termina nunca. Y un buen cuento tiene que tener punto final, decía siempre frotándose la barbilla con aire de erudito.
Antes de ponerse delante de la página blanco, se quedaba mirando durante un largo tiempo al techo de su habitación. Bromeaba diciendo que estaba pasando el censo al gotéele. Pero lo que realmente hacía era imaginar extrañas historias de amor que luego plasmaba en el papel. Como la de un palillo muy delgado y una cerilla muy coqueta con la cabeza muy roja, que en su primera noche de pasión acabaron ardiendo los dos. O la increíble historia de amor entre una aguja de punto y un globo, que se conocieron en la fiesta de cumpleaños de un niño repelente llamado Fernando. El niño repelente acabó hundiendo a la pobre aguja de punto contra su amado globo, consiguiendo que este estallara sin ni siquiera poder despedirse de su enamorada. O la de un pimiento que por no importarle nada de la vida terminó solo y arrugado en un carrito de la compra.
Aju se llamaba así porque estas fueron las primeras palabras que pronunció de bebé. Cuando nació y le golpearon en el culo en vez de llorar se puso a reír. Su abuelo dijo: “ya tendrá tiempo para llorar” y todos los familiares rieron divertidos de la ocurrencia.
Aju coleccionaba molinillos del viento que traía del bosque que estaba cerca de su casa. Nadie sabe dónde los guardaba. El me guiñaba un ojo y me decía: “es un secreto que algún día descubriré”.
Ahora Aju es muy viejo. Más que su abuelo cuando él nació. Ahora Aju es mi abuelo y se ha ido para siempre. Me ha dejado una vieja maleta con una nota que dice que solo la abra un día que me acuerde mucho de él. Hoy es ese día porque se acaba de ir y ya le echo de menos. Abro la maleta y salen miles de molinillos de viento que flotan por toda la habitación. La brisa que entra por la ventana se los lleva volando hacia un cielo muy azul. Yo me subo a la cornisa y les grito que viajen donde está Aju. Que le busquen. Que en algún sitio se encontrará. Porque lo que no termina mal, no termina nunca.
Antes de ponerse delante de la página blanco, se quedaba mirando durante un largo tiempo al techo de su habitación. Bromeaba diciendo que estaba pasando el censo al gotéele. Pero lo que realmente hacía era imaginar extrañas historias de amor que luego plasmaba en el papel. Como la de un palillo muy delgado y una cerilla muy coqueta con la cabeza muy roja, que en su primera noche de pasión acabaron ardiendo los dos. O la increíble historia de amor entre una aguja de punto y un globo, que se conocieron en la fiesta de cumpleaños de un niño repelente llamado Fernando. El niño repelente acabó hundiendo a la pobre aguja de punto contra su amado globo, consiguiendo que este estallara sin ni siquiera poder despedirse de su enamorada. O la de un pimiento que por no importarle nada de la vida terminó solo y arrugado en un carrito de la compra.
Aju se llamaba así porque estas fueron las primeras palabras que pronunció de bebé. Cuando nació y le golpearon en el culo en vez de llorar se puso a reír. Su abuelo dijo: “ya tendrá tiempo para llorar” y todos los familiares rieron divertidos de la ocurrencia.
Aju coleccionaba molinillos del viento que traía del bosque que estaba cerca de su casa. Nadie sabe dónde los guardaba. El me guiñaba un ojo y me decía: “es un secreto que algún día descubriré”.
Ahora Aju es muy viejo. Más que su abuelo cuando él nació. Ahora Aju es mi abuelo y se ha ido para siempre. Me ha dejado una vieja maleta con una nota que dice que solo la abra un día que me acuerde mucho de él. Hoy es ese día porque se acaba de ir y ya le echo de menos. Abro la maleta y salen miles de molinillos de viento que flotan por toda la habitación. La brisa que entra por la ventana se los lleva volando hacia un cielo muy azul. Yo me subo a la cornisa y les grito que viajen donde está Aju. Que le busquen. Que en algún sitio se encontrará. Porque lo que no termina mal, no termina nunca.
EL SOMBRITA
El Sombrita” se dedicaba a limpiar botas en la acera del bar donde yo trabajaba. Aprovechaba el sobretecho de nuestro local para protegerse del sol en verano y de la lluvia en invierno. Creo que, en realidad, se llamaba Juan Antonio. Pero, todo el mundo lo conocía como “El Sombrita”. Le habían puesto este apodo por la profunda admiración que él sentía hacia el gran torero Álvaro Torres “El Sombra”. Su silla y su cajón de limpia estaban llenos de fotos y recortables de su ídolo. No se perdía una corrida suya cuando toreaba en las ventas y siempre decía que no había existido ningún torero como él desde Belmonte.
“Sombrita” había emigrado a Madrid desde un pueblecito de Extremadura hace veinticinco años. Y seguía viviendo en la misma pensión que ocupó cuando vino de maletilla. Llegó para ser torero pero no tuvo mucha suerte. No pasó de torear novillos en plazas de mala muerte y varias veces acabó detenido u hospitalizado por salir de espontáneo en corridas de renombre.
Todo el mundo en el barrio quería a “El Sombrita”, era parte de la calle y de sus gentes. No solo se ganaba la vida de limpia. Por cuatro duros te pintaba la casa, te descargaba una furgoneta, te iba a por un recado o hacía de vigilante en una obra cercana. El verano era de vacas gordas porque utilizaba lo que el llamaba el merchandising, entonces para realizar su oficio se ponía una montera de torero y usaba una espada con su capote para hacerse fotos al lado de turistas con poses de torero. A ellos les encantaba y él conseguía ganarse con aquello unas monedas.
Para “El Sombrita” la vida de saludos, sonrisas y fotos acababa a última hora de la tarde cuando recogía sus bártulos. Entonces se apoyaba en la barra del bar y pedía lo de siempre. Bebía sin parar hasta la hora de cierre. Nos contaba embriagado sus mil peripecias como maletilla y con lágrimas en los ojos nos desgranaba paso a paso las corridas en la que había visto a su admirado “Sombra” triunfar. En ese momento cogía su espada, su capote y emulaba al torero en pases imposibles mientras los parroquianos del bar le gritaban olé, olé... con la ayuda de algún borrachín que le hacía de toro. Luego alguno de los vecinos lo metía en la cama y hasta mañana que será otro día.
Un día de agosto a las cinco de la tarde cambió para siempre la vida de “El Sombrita”. Por la acera de nuestro bar paseaba nada más y nada menos que el mismísimo Álvaro Torres, más conocido por “El Sombra”, llevaba un elegante traje gris marengo y el pelo lleno de brillantina. Andaba como si hiciera un infinito paseíllo. Se quedó mirando con atención el asiento de “El Sombrita”. Imagino que sorprendido de verlo lleno de fotos, recortes y estampas suyas. Por no hablar del capote y de la espada que colgaban de sus asas. Tomó asiento y esperó a que alguien le atendiera. En ese momento mi amigo todavía no le había visto. Yo le avisé diciéndole que hoy tenía un cliente muy especial. Aunque las mesas de la terraza estaban limpias, salí fuera a darles un repaso, no me quería perder ni la cara ni la conversación que tendría con su admirado torero.
La mirada de mi amigo se volvió como la de un niño. Un extraño rubor le apareció en la cara. El color de la felicidad pensé yo. “El Sombrita” se arrodilló no sé si para limpiar los zapatos del torero o como mero acto de reverencia.
-Maestro, para mí es un honor pulirle los zapatos.
-¿Tienes de este color? Mira que esta piel es muy delicada -decía todo esto mientras abría un periódico que le tapaba todo el rostro.
-No se preocupe. Los trataré como si fueran de porcelana. ¿Se toma algo? Si no es molestia le convido yo.
Dos chasquidos de boca le bastaron para decir que no. “El Sombrita” estaba visiblemente nervioso, pero su ilusión no bajó ni un ápice.
-Maestro, ¿ha visto que tengo el kiosco lleno de fotos suyas? Para mí usted el lo más grande. Si me permite la opinión y con todos los respetos, su mejor faena fue la de Puerto de Santa María. Me acuerdo perfectamente. Iba vestido de nazareno y oro. Tocaron a matar en el quinto toro, se llamaba “barruco”. Usted llamó al toro y le pegó el pasé cambiao más grande que está en los escritos. Luego le dio tres naturales. Seguidamente se perfiló muy en corto y entró a matar…
-Si no te importa, el toreo déjaselo a los toreros y, tú, preocúpate de limpiar botas.
El rostro de “El Sombrita” dibujo un gesto que jamás había visto en él. Se puso de pie y arrancó de un manotazo el periódico de “El Sombra”. Este se levantó y se puso a la altura de “El Sombrita”. Le sacaba tres cabezas y su espalda era el doble de ancha que la del limpia botas. Parecía un toro de Mihura a su lado.
-Maestro, yo también soy torero y mi fuerte son las chicuelillas. No me menosprecie.
Esta frase hizo estallar una sonora carcajada en “El Sombra”, que estuvo riéndose durante un tiempo que a mí me pareció eterno.
-Tú, lo que eres es un payaso -dijo mientras se daba la vuelta y le tiraba un billete de veinte euros al suelo.
Nada más alejarse unos pocos metros, oyó a sus espaldas un quejido que procedía de la garganta de “El Sombrita”. Era el grito de un torero que intenta llamar la atención del toro. Álvaro Torres alias “El Sombra” se dio la vuelta y vio al limpia con la espada en posición de entrar a matar. Miró sus ojos y no tuvo dudas de que estaba delante de un torero. Cuando quiso reaccionar ya tenía el corazón atravesado por la espada de “El Sombrita”. Cayó fulminado. Tuvo tres convulsiones y empezó a soltar sangre por la boca. Estaba muerto.
Yo que de otra cosa no, pero de toros con el tiempo llegué a entender bastante, jamás vi una entrada a matar como la del “Sombrita”
“Sombrita” había emigrado a Madrid desde un pueblecito de Extremadura hace veinticinco años. Y seguía viviendo en la misma pensión que ocupó cuando vino de maletilla. Llegó para ser torero pero no tuvo mucha suerte. No pasó de torear novillos en plazas de mala muerte y varias veces acabó detenido u hospitalizado por salir de espontáneo en corridas de renombre.
Todo el mundo en el barrio quería a “El Sombrita”, era parte de la calle y de sus gentes. No solo se ganaba la vida de limpia. Por cuatro duros te pintaba la casa, te descargaba una furgoneta, te iba a por un recado o hacía de vigilante en una obra cercana. El verano era de vacas gordas porque utilizaba lo que el llamaba el merchandising, entonces para realizar su oficio se ponía una montera de torero y usaba una espada con su capote para hacerse fotos al lado de turistas con poses de torero. A ellos les encantaba y él conseguía ganarse con aquello unas monedas.
Para “El Sombrita” la vida de saludos, sonrisas y fotos acababa a última hora de la tarde cuando recogía sus bártulos. Entonces se apoyaba en la barra del bar y pedía lo de siempre. Bebía sin parar hasta la hora de cierre. Nos contaba embriagado sus mil peripecias como maletilla y con lágrimas en los ojos nos desgranaba paso a paso las corridas en la que había visto a su admirado “Sombra” triunfar. En ese momento cogía su espada, su capote y emulaba al torero en pases imposibles mientras los parroquianos del bar le gritaban olé, olé... con la ayuda de algún borrachín que le hacía de toro. Luego alguno de los vecinos lo metía en la cama y hasta mañana que será otro día.
Un día de agosto a las cinco de la tarde cambió para siempre la vida de “El Sombrita”. Por la acera de nuestro bar paseaba nada más y nada menos que el mismísimo Álvaro Torres, más conocido por “El Sombra”, llevaba un elegante traje gris marengo y el pelo lleno de brillantina. Andaba como si hiciera un infinito paseíllo. Se quedó mirando con atención el asiento de “El Sombrita”. Imagino que sorprendido de verlo lleno de fotos, recortes y estampas suyas. Por no hablar del capote y de la espada que colgaban de sus asas. Tomó asiento y esperó a que alguien le atendiera. En ese momento mi amigo todavía no le había visto. Yo le avisé diciéndole que hoy tenía un cliente muy especial. Aunque las mesas de la terraza estaban limpias, salí fuera a darles un repaso, no me quería perder ni la cara ni la conversación que tendría con su admirado torero.
La mirada de mi amigo se volvió como la de un niño. Un extraño rubor le apareció en la cara. El color de la felicidad pensé yo. “El Sombrita” se arrodilló no sé si para limpiar los zapatos del torero o como mero acto de reverencia.
-Maestro, para mí es un honor pulirle los zapatos.
-¿Tienes de este color? Mira que esta piel es muy delicada -decía todo esto mientras abría un periódico que le tapaba todo el rostro.
-No se preocupe. Los trataré como si fueran de porcelana. ¿Se toma algo? Si no es molestia le convido yo.
Dos chasquidos de boca le bastaron para decir que no. “El Sombrita” estaba visiblemente nervioso, pero su ilusión no bajó ni un ápice.
-Maestro, ¿ha visto que tengo el kiosco lleno de fotos suyas? Para mí usted el lo más grande. Si me permite la opinión y con todos los respetos, su mejor faena fue la de Puerto de Santa María. Me acuerdo perfectamente. Iba vestido de nazareno y oro. Tocaron a matar en el quinto toro, se llamaba “barruco”. Usted llamó al toro y le pegó el pasé cambiao más grande que está en los escritos. Luego le dio tres naturales. Seguidamente se perfiló muy en corto y entró a matar…
-Si no te importa, el toreo déjaselo a los toreros y, tú, preocúpate de limpiar botas.
El rostro de “El Sombrita” dibujo un gesto que jamás había visto en él. Se puso de pie y arrancó de un manotazo el periódico de “El Sombra”. Este se levantó y se puso a la altura de “El Sombrita”. Le sacaba tres cabezas y su espalda era el doble de ancha que la del limpia botas. Parecía un toro de Mihura a su lado.
-Maestro, yo también soy torero y mi fuerte son las chicuelillas. No me menosprecie.
Esta frase hizo estallar una sonora carcajada en “El Sombra”, que estuvo riéndose durante un tiempo que a mí me pareció eterno.
-Tú, lo que eres es un payaso -dijo mientras se daba la vuelta y le tiraba un billete de veinte euros al suelo.
Nada más alejarse unos pocos metros, oyó a sus espaldas un quejido que procedía de la garganta de “El Sombrita”. Era el grito de un torero que intenta llamar la atención del toro. Álvaro Torres alias “El Sombra” se dio la vuelta y vio al limpia con la espada en posición de entrar a matar. Miró sus ojos y no tuvo dudas de que estaba delante de un torero. Cuando quiso reaccionar ya tenía el corazón atravesado por la espada de “El Sombrita”. Cayó fulminado. Tuvo tres convulsiones y empezó a soltar sangre por la boca. Estaba muerto.
Yo que de otra cosa no, pero de toros con el tiempo llegué a entender bastante, jamás vi una entrada a matar como la del “Sombrita”
EL EXTRAÑO VIAJERO (nuevo)
La primera vez que lo vi fue desde mi caseta de seguridad. Llevaba una vieja Volkswagen con un enorme remolque plateado. Eran las 11.00 de la noche y me asusté. No es el típico vehículo que hay por esta zona, pensé mientras se bajaba de la furgoneta. Era un hombre bastante corpulento, con el pelo largo recogido en una coleta, barba de pocos días, y vestía con un mono vaquero y una camiseta blanca. De sus enormes ojos grises no me percaté hasta que se asomó por la ventanilla de la caseta. Introdujo por una de sus rendijas un pequeño papel en el que había una palabra escrita. Me preguntó si esa palabra se correspondía con el nombre del pueblo en el que se encontraba. Yo le contesté que sí, pero que aquello no era un pueblo, era una urbanización. Él me miró como si fuera la primera vez que oía esa palabra, luego se limitó a estirar los brazos y mirando al cielo dijo que por fin había llegado a su hogar.
La mañana siguiente a la llegada de aquel hombre empezaron los problemas. Acababa de entrar a trabajar, cuando la presidenta de la comunidad de vecinos, una vieja insoportable acompañada se su horrible caniche, me ordenaba que fuera a ver la locura que estaba haciendo el nuevo vecino.
No me lo podía creer. Aquel tipo subido a un andamio estaba pintando todo su chalet adosado de un rosa ácido que se veía desde kilómetros. Un corro de vecinos arremolinados alrededor de la casa murmuraban indignados ante aquel atrevimiento. Me acerqué y le pedí que si podía bajar un momento. Él lo hizo mirándome como un niño que está orgulloso de su nuevo muñeco de nieve.
-Eso no se puede hacer, todas las casas tienen que tener un color uniforme, así lo pactó la comunidad -él me miró como si le estuviese hablando en otro idioma-.
-¿Y por qué? -me lo preguntó sin un resquicio de rencor, con la curiosidad del que quiere aprender cosas nuevas. Yo no sabía qué contestarle. Y recuerdo que le dije la primera absurdez que se me pasó por la cabeza-.
-No sé. Las cosas son así -me miró directamente durante unos segundos y luego me habló sonriéndome-.
-No hay problema, lo pintare otra vez todo de blanco -aquel hombre extraño me caía bien y quería que lo supiera. No podía irme de allí sin hacérselo notar. Mientras se volvía para volver a pintar la fachada me dirigí a él-.
-Me imagino que el remolque que guardas en el garaje está lleno de muebles. Si quieres yo te puedo echar una mano para descargarlos.
-No guardo muebles en ese remolque, ahí vive un tigre -dijo sin perder la sonrisa, la verdad es que me hizo gracia su broma y le respondí con una carcajada. Después de esa elocuencia todavía me caía mejor-.
Los 3 días siguientes fueron de tranquilidad. Me gustaba espiar a través de las pantallas de vigilancia que tenía en mi caseta el comportamiento del nuevo vecino. Principalmente se dedicó a arreglar su jardín con extrañas plantas y flores de diversos colores. Construyó el jardín más hermoso que jamás había visto. Los vecinos cuando pasaban por allí se quedaban sorprendidos por tanta belleza. Luego por las tardes y siempre a la misma hora salía con su furgoneta y su remolque de la urbanización, en esas salidas siempre se paraba a charlar conmigo. Era la persona más curiosa que nunca había conocido. Me preguntaba sobre temas tan obvios y pequeños que daba la impresión de que mi nuevo amigo hubiese nacido hacía pocos días. Sin embargo, parecía tener conocimientos de casi todo (literatura, jardinería, geografía, zoología…). En realidad, siempre hablaba poco de sí mismo. Apenas conseguía sonsacarle algo sobre su vida, cuando lo intentaba rápidamente cambiaba de tema. Su nombre era Oto y se definía como un viajero. Para mí era el extraño viajero.
El cuarto día se rompió la tranquilidad. De nuevo al entrar a trabajar un grupo de vecinos me esperaban llenos de indignación para quejarse de la nueva ocurrencia de Oto. Los cabecillas de aquella manifestación eran la presidenta, su caniche y Pedro el dueño del adosado que compartía pared con la casa de Oto. Este tipo me gritaba que no estaba dispuesto a que ese loco pusiera en peligro la integridad de su hija y que o hacía yo algo o lo haría él.
Me acerqué al jardín de la casa de Oto y casi me desmayo al ver cómo una enorme vaca pastaba a sus anchas por aquel vergel. Los más curioso de todo es que no comía ninguna de las hermosas flores que había plantado Oto días atrás. Seleccionaba cuidadosamente donde ponía su poderoso hocico para ingerir tan solo hierba.
Oto salió saludando con la mano a todo el mundo que se agolpaba en la puerta del su jardín. Tuve que sujetar a Pedro para que no cometiera una barbaridad. “Ya me encargo yo”, le dije.
Tenía a Oto enfrente de mí y no sabía si zarandearle para reprimirle o echarme a reír por todo el cabreo que había generado en todos esos idiotas.
-Oto, no puedes vivir con una vaca en tu jardín. Puede escaparse y hacer daño a alguien
-de nuevo me miró con esa mirada extraña de no entender lo que estaba pasando-.
-Pero si nunca lo ha hecho. Además, mira -me dijo señalando a donde estaba la vaca. Pude observar cómo la hija de Pedro acariciaba la cabeza del animal mientras este movía alegremente el rabo. Enseguida su padre la apartó con brusquedad haciendo que la niña llorara copiosamente-.
-Ves, Oto, la gente está enfadada, además nadie que vive en urbanizaciones tiene vacas en su jardín.
-¿Y por que? -volvió a preguntarme sin enfado alguno, lleno de ternura y de incomprensión. Y yo le volví a contestar lo mismo que la otra vez-.
-No sé, las cosas son así -me miró como si tuviera soluciones para todo-.
-Está bien, me la llevaré -emitió un sonido raro con la boca y la vaca le siguió hasta dentro de la casa. Y ya nunca la volvimos a ver-.
Durante 6 días Oto no dio señales de vida. Yo estaba atento a mis monitores para poder adelantarme a la próxima locura de Oto y así salvarle de la furia de la vecindad.
Pero no tardo en ocurrir lo peor. Observé por una de las televisiones cómo Oto salía completamente desnudo a su jardín para ducharse con la manguera. Abandoné mi cabina a toda velocidad, me separaban unos 3 min de la vivienda de Oto. Cuando llegué lo pillé entregando una flor a la hija de Pedro, quien observaba divertida su nuevo regalo. Cuando intenté avisarle de la llegada de Pedro fue tarde, este lleno de ira golpeó a Oto en la cara con una barra de hierro mientras le gritaba todo tipo de insultos. Conseguí sujetarle por detrás, pero era mucho más fuerte que yo y consiguió zafarse de mí con facilidad. Ese breve instante lo aprovechó para golpearle de nuevo, esta vez en el costado, creí que lo iba a matar cuando un fuerte estruendo proveniente de su casa hizo que toda aquella imagen se congelara. La puerta del garaje saltó en pedazos, un enorme tigre blanco hizo su aparición saltando sobre Pedro y derrumbándolo como si fuera una pluma, cuando la bestia se disponía a degollar a Pedro con sus garras, un extraño grito de Oto en forma de palabra paralizó al tigre.
Pedro no tenía ningún rasguño, pero estaba aterrorizado y con un enorme ataque de pánico. Oto desapareció en el interior de su casa con el tigre. Convencí a todo el mundo que sería yo el que llamaría a la policía, aunque, por su puesto, no pensaba hacerlo.
Estaba en mi caseta nervioso por todo lo acontecido y pensando que era lo próximo que debía hacer, cuando apareció Oto con su vieja Volkswagen con remolque. Paró el vehículo y me dirigí hacía donde estaba. Tenía la cara destrozada y las heridas seguían intactas.
-Vengo a despedirme -por el tono de su voz parecía que no hubiera pasado nada. Yo estaba de pie mirándole através de la ventanilla. Como siempre no sabía qué decirle, pero no sé por qué motivo creía que tenía que disculparme.
-Lo siento mucho, Oto -introduje la mano por la ventanilla y él me la estrecho con calidez-.
-Hasta siempre -dijo a la vez que encendía el motor. Había andado unos metros cuando le grité que se parara. Fui a mi caseta saqué de mi cajón mi pistola de servicio y empecé a disparar a todos los monitores, los cristales saltaron por los aires, paré cuando no quedó ni uno solo encendido. Luego hice saltar todas las alarmas de cada una de las casas de la urbanización. Esta noche no dormirán tranquilos, pensé mientras volvía corriendo hacia donde Oto me esperaba con la furgoneta encendida. Me subí en el asiento del copiloto y le miré. En su gesto no había señal de asombro por lo que acababa de pasar, solo me hizo una pregunta.
-¿Por qué? -esta vez si supe qué contestarle-.
-No sé. Me apetecía -arrancó y nos perdimos camino de algún lugar, de algún hogar.
La mañana siguiente a la llegada de aquel hombre empezaron los problemas. Acababa de entrar a trabajar, cuando la presidenta de la comunidad de vecinos, una vieja insoportable acompañada se su horrible caniche, me ordenaba que fuera a ver la locura que estaba haciendo el nuevo vecino.
No me lo podía creer. Aquel tipo subido a un andamio estaba pintando todo su chalet adosado de un rosa ácido que se veía desde kilómetros. Un corro de vecinos arremolinados alrededor de la casa murmuraban indignados ante aquel atrevimiento. Me acerqué y le pedí que si podía bajar un momento. Él lo hizo mirándome como un niño que está orgulloso de su nuevo muñeco de nieve.
-Eso no se puede hacer, todas las casas tienen que tener un color uniforme, así lo pactó la comunidad -él me miró como si le estuviese hablando en otro idioma-.
-¿Y por qué? -me lo preguntó sin un resquicio de rencor, con la curiosidad del que quiere aprender cosas nuevas. Yo no sabía qué contestarle. Y recuerdo que le dije la primera absurdez que se me pasó por la cabeza-.
-No sé. Las cosas son así -me miró directamente durante unos segundos y luego me habló sonriéndome-.
-No hay problema, lo pintare otra vez todo de blanco -aquel hombre extraño me caía bien y quería que lo supiera. No podía irme de allí sin hacérselo notar. Mientras se volvía para volver a pintar la fachada me dirigí a él-.
-Me imagino que el remolque que guardas en el garaje está lleno de muebles. Si quieres yo te puedo echar una mano para descargarlos.
-No guardo muebles en ese remolque, ahí vive un tigre -dijo sin perder la sonrisa, la verdad es que me hizo gracia su broma y le respondí con una carcajada. Después de esa elocuencia todavía me caía mejor-.
Los 3 días siguientes fueron de tranquilidad. Me gustaba espiar a través de las pantallas de vigilancia que tenía en mi caseta el comportamiento del nuevo vecino. Principalmente se dedicó a arreglar su jardín con extrañas plantas y flores de diversos colores. Construyó el jardín más hermoso que jamás había visto. Los vecinos cuando pasaban por allí se quedaban sorprendidos por tanta belleza. Luego por las tardes y siempre a la misma hora salía con su furgoneta y su remolque de la urbanización, en esas salidas siempre se paraba a charlar conmigo. Era la persona más curiosa que nunca había conocido. Me preguntaba sobre temas tan obvios y pequeños que daba la impresión de que mi nuevo amigo hubiese nacido hacía pocos días. Sin embargo, parecía tener conocimientos de casi todo (literatura, jardinería, geografía, zoología…). En realidad, siempre hablaba poco de sí mismo. Apenas conseguía sonsacarle algo sobre su vida, cuando lo intentaba rápidamente cambiaba de tema. Su nombre era Oto y se definía como un viajero. Para mí era el extraño viajero.
El cuarto día se rompió la tranquilidad. De nuevo al entrar a trabajar un grupo de vecinos me esperaban llenos de indignación para quejarse de la nueva ocurrencia de Oto. Los cabecillas de aquella manifestación eran la presidenta, su caniche y Pedro el dueño del adosado que compartía pared con la casa de Oto. Este tipo me gritaba que no estaba dispuesto a que ese loco pusiera en peligro la integridad de su hija y que o hacía yo algo o lo haría él.
Me acerqué al jardín de la casa de Oto y casi me desmayo al ver cómo una enorme vaca pastaba a sus anchas por aquel vergel. Los más curioso de todo es que no comía ninguna de las hermosas flores que había plantado Oto días atrás. Seleccionaba cuidadosamente donde ponía su poderoso hocico para ingerir tan solo hierba.
Oto salió saludando con la mano a todo el mundo que se agolpaba en la puerta del su jardín. Tuve que sujetar a Pedro para que no cometiera una barbaridad. “Ya me encargo yo”, le dije.
Tenía a Oto enfrente de mí y no sabía si zarandearle para reprimirle o echarme a reír por todo el cabreo que había generado en todos esos idiotas.
-Oto, no puedes vivir con una vaca en tu jardín. Puede escaparse y hacer daño a alguien
-de nuevo me miró con esa mirada extraña de no entender lo que estaba pasando-.
-Pero si nunca lo ha hecho. Además, mira -me dijo señalando a donde estaba la vaca. Pude observar cómo la hija de Pedro acariciaba la cabeza del animal mientras este movía alegremente el rabo. Enseguida su padre la apartó con brusquedad haciendo que la niña llorara copiosamente-.
-Ves, Oto, la gente está enfadada, además nadie que vive en urbanizaciones tiene vacas en su jardín.
-¿Y por que? -volvió a preguntarme sin enfado alguno, lleno de ternura y de incomprensión. Y yo le volví a contestar lo mismo que la otra vez-.
-No sé, las cosas son así -me miró como si tuviera soluciones para todo-.
-Está bien, me la llevaré -emitió un sonido raro con la boca y la vaca le siguió hasta dentro de la casa. Y ya nunca la volvimos a ver-.
Durante 6 días Oto no dio señales de vida. Yo estaba atento a mis monitores para poder adelantarme a la próxima locura de Oto y así salvarle de la furia de la vecindad.
Pero no tardo en ocurrir lo peor. Observé por una de las televisiones cómo Oto salía completamente desnudo a su jardín para ducharse con la manguera. Abandoné mi cabina a toda velocidad, me separaban unos 3 min de la vivienda de Oto. Cuando llegué lo pillé entregando una flor a la hija de Pedro, quien observaba divertida su nuevo regalo. Cuando intenté avisarle de la llegada de Pedro fue tarde, este lleno de ira golpeó a Oto en la cara con una barra de hierro mientras le gritaba todo tipo de insultos. Conseguí sujetarle por detrás, pero era mucho más fuerte que yo y consiguió zafarse de mí con facilidad. Ese breve instante lo aprovechó para golpearle de nuevo, esta vez en el costado, creí que lo iba a matar cuando un fuerte estruendo proveniente de su casa hizo que toda aquella imagen se congelara. La puerta del garaje saltó en pedazos, un enorme tigre blanco hizo su aparición saltando sobre Pedro y derrumbándolo como si fuera una pluma, cuando la bestia se disponía a degollar a Pedro con sus garras, un extraño grito de Oto en forma de palabra paralizó al tigre.
Pedro no tenía ningún rasguño, pero estaba aterrorizado y con un enorme ataque de pánico. Oto desapareció en el interior de su casa con el tigre. Convencí a todo el mundo que sería yo el que llamaría a la policía, aunque, por su puesto, no pensaba hacerlo.
Estaba en mi caseta nervioso por todo lo acontecido y pensando que era lo próximo que debía hacer, cuando apareció Oto con su vieja Volkswagen con remolque. Paró el vehículo y me dirigí hacía donde estaba. Tenía la cara destrozada y las heridas seguían intactas.
-Vengo a despedirme -por el tono de su voz parecía que no hubiera pasado nada. Yo estaba de pie mirándole através de la ventanilla. Como siempre no sabía qué decirle, pero no sé por qué motivo creía que tenía que disculparme.
-Lo siento mucho, Oto -introduje la mano por la ventanilla y él me la estrecho con calidez-.
-Hasta siempre -dijo a la vez que encendía el motor. Había andado unos metros cuando le grité que se parara. Fui a mi caseta saqué de mi cajón mi pistola de servicio y empecé a disparar a todos los monitores, los cristales saltaron por los aires, paré cuando no quedó ni uno solo encendido. Luego hice saltar todas las alarmas de cada una de las casas de la urbanización. Esta noche no dormirán tranquilos, pensé mientras volvía corriendo hacia donde Oto me esperaba con la furgoneta encendida. Me subí en el asiento del copiloto y le miré. En su gesto no había señal de asombro por lo que acababa de pasar, solo me hizo una pregunta.
-¿Por qué? -esta vez si supe qué contestarle-.
-No sé. Me apetecía -arrancó y nos perdimos camino de algún lugar, de algún hogar.
UNA HISTORIA DE VERANO Y SALAMANDRAS (nuevo)
Necesitaba trabajar en vacaciones para que cuando regresara a la universidad no tuviera que pasar por grandes apuros. El trabajo de repartidor de compras a domicilio me venía bien, no era monótono y las propinas eran buenas. Lo peor era la vieja y cascada furgoneta a la que cada día le costaba más subir las cuestas. Pero yo era joven y acababa de empezar el verano. La mezcla de esas dos fugaces sensaciones me hacían sentir invencible.
Llegué algo más tarde de la hora que tenía puesta en el pedido. Aquella casa estaba a las afueras de la ciudad y me había costado mucho encontrarla. Tuve que pasar por un camino de tierra que se adentraba en un bosque de vegetación frondosa. La belleza del paisaje y el pensar que ese era el último pedido del día me ayudaron a ir relajándome.
Cuado, al fin, llegué tuve la sensación de haber viajado en el tiempo. Era una pequeña mansión victoriana, parecía sacada de una de las novelas de Jane Austen. El jardín crecía a su antojo, sin ningún tipo de cuidado. En él había un columpio infantil derrotado por el óxido y una mesa rodeada de sillas que estaban un poco mejor conservadas.
Arrastré como pude el carrito através del césped hasta alcanzar la entrada, solo necesité tocar una vez la pequeña campana colgada en el quicio de la puerta para que me abrieran.
Me recibió un mayordomo que me hizo un gesto que yo interpreté como una reverencia, luego realizó otro con la cabeza que me indicaba dónde tenía que dejar las bolsas. Atravesé un zaguán que me condujo directamente a un enorme salón con una enorme escalera de caracol que conectaba con la planta de arriba. El lugar estaba enormemente recargado: estatuas, plantas, libros, cuadros, muebles y alfombras. Todo era de diferentes épocas, estilos y partes del mundo. Más que un salón parecía el desván de un coleccionista de arte. Estaba mirando con embobamiento todo aquello cuando una voz me sorprendió desde el final de la escalera.
-¿Le apetece un té frío, joven?
Ante mí apareció la mujer más elegante del mundo. Llevaba un largo vestido de tul azul. Apenas se había maquillado y por la viveza de sus ojos podría haber tenido menos años que yo. Pero los surcos de su rostro delataban su madurez.
Cuando me disponía a mover los labios para contestar, ella me interrumpió.
-Nos lo servirán en el jardín. A esta hora de la tarde la temperatura allí es muy agradable.
De pronto me encontré en aquel jardín, sentado delante de aquella maravillosa señora, esperando a que nos sirvieran el té. Me observaba directamente con unos enormes ojos azules de mirada tan intensa que parecían que nunca parpadeasen.
-¿Qué hace usted, joven?
-Repartidor -dije tímidamente. Ella soltó una carcajada que casi me molestó-.
-No le pregunto a qué se dedica. Me refiero a cuál es su sueño. Cuáles son los planes que guarda en su interior.
-Estudio literatura -al escuchar esto ella se puso seria y me miró más fijamente-.
-Muy interesante. Para comprometerse con la literatura, uno lo tiene que hacer primero con la vida-.
Yo no supe qué contestar ante aquella frase. Por suerte el mayordomo trajo el té junto con un gotero que tenía en su interior un líquido verde.
-Le echaremos una gotitas de absenta. La bebida de los artistas. ¿Qué le parece mi retiro? -dijo mirando a su alrededor-.
-¿Se refiere a su casa? -pregunté mientras me daba un profundo trago al té, que tenía un fuerte sabor absenta-.
-Me gusta llamarlo retiro. Se acerca más a la realidad.
-Pues digamos que su retiro… tiene cierta belleza desordenada. Por un momento pensé que había dicho una estupidez que la molestaría.
-Tiene razón. El interior de nuestras casas guarda un raro paralelismo con el de nuestra alma.
En aquello noté un aire de tristeza. De nuevo no sabía qué decir. Ella volvió a llenar las tazas con más absenta que infusión y yo volví a dar otro enorme trago.
-¿De qué se retira usted? -le dije mientras percibía que el líquido empezaba a hacer efecto en mi cabeza en forma de mareo y euforia-.
-Buena pregunta. Imagino que me retiro a morir.
Hubo unos segundos de incómodo silencio. Hasta que volvió a hablar con una mueca que tenía forma de sonrisa.
-¿La eternidad? Sin duda me encantará; uno entra en ella tumbado.
Empezamos a reírnos sin contención de aquella elocuencia. Como si hubiese sido la mejor broma del mundo. Nos reíamos tanto que casi nos faltaba el aire. Mientras lo hacíamos nos mirábamos como si nos conociéramos de toda la vida. En ese corto espacio de tiempo sentí que estaba siendo feliz. Una felicidad fugaz, pero real y bella, como los preciosos ojos azules de mi anfitriona.
Empezó a anochecer. Las farolas del jardín se encendieron, pero casi no hacían falta con
la cantidad de estrellas que lucían en el cielo. No sé cuánto tiempo pude pasar allí, pero en ese periodo me contó muchas cosas: que su mayordomo había sido un antiguo profanador de tumbas en Egipto, me habló de una isla donde habitaban unos hombres con la cabeza en forma de sapo y que eran los mejores amantes del mundo. También nos hicimos en su salón una foto con una cámara rescatada del mismísimo Titanic.
Cuando volvimos a salir al jardín ocurrió algo maravilloso. Dos pequeñas salamandras de colores se pusieron sobre sus pies descalzos. La embriaguez de la absenta no me dejaba apreciar bien la viveza de sus colores. Ella me miró sonriente y me explicó que eran animales mágicos a los que les encantaba la música. Entonces ordenó a su mayordomo que sacara el arpa al jardín, abrazó el instrumento y cerró los ojos mientras tocaba aquel mágico instrumento, las primeras notas llenaron todo el lugar de una sensación espesa y dulce. La percepción que tuve es que todos los seres vivos de ese pequeño vergel escuchaban las notas de aquel instrumento. De pronto alrededor de ella y su música empezó a formarse un círculo de cientos de salamandras de todas las tonalidades, que observaban con ojos vivos y atentos los movimientos de sus manos. Yo, asombrado de ver tanta belleza a mí alrededor, era el único testigo de aquel increíble espectáculo.
Ahora tengo la misma edad que ella cuando ocurrió esta historia. Después de esa noche jamás volví a verla. Algo se ha posado en mi pie descalzo. Es una salamandra que se deja atrapar con facilidad. La agarro con cuidado y nos miramos fijamente. Tiene los ojos azules. Quizás sea ella que ha venido a visitarme transformada en salamandra. Aunque sobre eso tengo mis duda.
Llegué algo más tarde de la hora que tenía puesta en el pedido. Aquella casa estaba a las afueras de la ciudad y me había costado mucho encontrarla. Tuve que pasar por un camino de tierra que se adentraba en un bosque de vegetación frondosa. La belleza del paisaje y el pensar que ese era el último pedido del día me ayudaron a ir relajándome.
Cuado, al fin, llegué tuve la sensación de haber viajado en el tiempo. Era una pequeña mansión victoriana, parecía sacada de una de las novelas de Jane Austen. El jardín crecía a su antojo, sin ningún tipo de cuidado. En él había un columpio infantil derrotado por el óxido y una mesa rodeada de sillas que estaban un poco mejor conservadas.
Arrastré como pude el carrito através del césped hasta alcanzar la entrada, solo necesité tocar una vez la pequeña campana colgada en el quicio de la puerta para que me abrieran.
Me recibió un mayordomo que me hizo un gesto que yo interpreté como una reverencia, luego realizó otro con la cabeza que me indicaba dónde tenía que dejar las bolsas. Atravesé un zaguán que me condujo directamente a un enorme salón con una enorme escalera de caracol que conectaba con la planta de arriba. El lugar estaba enormemente recargado: estatuas, plantas, libros, cuadros, muebles y alfombras. Todo era de diferentes épocas, estilos y partes del mundo. Más que un salón parecía el desván de un coleccionista de arte. Estaba mirando con embobamiento todo aquello cuando una voz me sorprendió desde el final de la escalera.
-¿Le apetece un té frío, joven?
Ante mí apareció la mujer más elegante del mundo. Llevaba un largo vestido de tul azul. Apenas se había maquillado y por la viveza de sus ojos podría haber tenido menos años que yo. Pero los surcos de su rostro delataban su madurez.
Cuando me disponía a mover los labios para contestar, ella me interrumpió.
-Nos lo servirán en el jardín. A esta hora de la tarde la temperatura allí es muy agradable.
De pronto me encontré en aquel jardín, sentado delante de aquella maravillosa señora, esperando a que nos sirvieran el té. Me observaba directamente con unos enormes ojos azules de mirada tan intensa que parecían que nunca parpadeasen.
-¿Qué hace usted, joven?
-Repartidor -dije tímidamente. Ella soltó una carcajada que casi me molestó-.
-No le pregunto a qué se dedica. Me refiero a cuál es su sueño. Cuáles son los planes que guarda en su interior.
-Estudio literatura -al escuchar esto ella se puso seria y me miró más fijamente-.
-Muy interesante. Para comprometerse con la literatura, uno lo tiene que hacer primero con la vida-.
Yo no supe qué contestar ante aquella frase. Por suerte el mayordomo trajo el té junto con un gotero que tenía en su interior un líquido verde.
-Le echaremos una gotitas de absenta. La bebida de los artistas. ¿Qué le parece mi retiro? -dijo mirando a su alrededor-.
-¿Se refiere a su casa? -pregunté mientras me daba un profundo trago al té, que tenía un fuerte sabor absenta-.
-Me gusta llamarlo retiro. Se acerca más a la realidad.
-Pues digamos que su retiro… tiene cierta belleza desordenada. Por un momento pensé que había dicho una estupidez que la molestaría.
-Tiene razón. El interior de nuestras casas guarda un raro paralelismo con el de nuestra alma.
En aquello noté un aire de tristeza. De nuevo no sabía qué decir. Ella volvió a llenar las tazas con más absenta que infusión y yo volví a dar otro enorme trago.
-¿De qué se retira usted? -le dije mientras percibía que el líquido empezaba a hacer efecto en mi cabeza en forma de mareo y euforia-.
-Buena pregunta. Imagino que me retiro a morir.
Hubo unos segundos de incómodo silencio. Hasta que volvió a hablar con una mueca que tenía forma de sonrisa.
-¿La eternidad? Sin duda me encantará; uno entra en ella tumbado.
Empezamos a reírnos sin contención de aquella elocuencia. Como si hubiese sido la mejor broma del mundo. Nos reíamos tanto que casi nos faltaba el aire. Mientras lo hacíamos nos mirábamos como si nos conociéramos de toda la vida. En ese corto espacio de tiempo sentí que estaba siendo feliz. Una felicidad fugaz, pero real y bella, como los preciosos ojos azules de mi anfitriona.
Empezó a anochecer. Las farolas del jardín se encendieron, pero casi no hacían falta con
la cantidad de estrellas que lucían en el cielo. No sé cuánto tiempo pude pasar allí, pero en ese periodo me contó muchas cosas: que su mayordomo había sido un antiguo profanador de tumbas en Egipto, me habló de una isla donde habitaban unos hombres con la cabeza en forma de sapo y que eran los mejores amantes del mundo. También nos hicimos en su salón una foto con una cámara rescatada del mismísimo Titanic.
Cuando volvimos a salir al jardín ocurrió algo maravilloso. Dos pequeñas salamandras de colores se pusieron sobre sus pies descalzos. La embriaguez de la absenta no me dejaba apreciar bien la viveza de sus colores. Ella me miró sonriente y me explicó que eran animales mágicos a los que les encantaba la música. Entonces ordenó a su mayordomo que sacara el arpa al jardín, abrazó el instrumento y cerró los ojos mientras tocaba aquel mágico instrumento, las primeras notas llenaron todo el lugar de una sensación espesa y dulce. La percepción que tuve es que todos los seres vivos de ese pequeño vergel escuchaban las notas de aquel instrumento. De pronto alrededor de ella y su música empezó a formarse un círculo de cientos de salamandras de todas las tonalidades, que observaban con ojos vivos y atentos los movimientos de sus manos. Yo, asombrado de ver tanta belleza a mí alrededor, era el único testigo de aquel increíble espectáculo.
Ahora tengo la misma edad que ella cuando ocurrió esta historia. Después de esa noche jamás volví a verla. Algo se ha posado en mi pie descalzo. Es una salamandra que se deja atrapar con facilidad. La agarro con cuidado y nos miramos fijamente. Tiene los ojos azules. Quizás sea ella que ha venido a visitarme transformada en salamandra. Aunque sobre eso tengo mis duda.
JOHN DEEP (nuevo)
Todos los expertos en escribir relatos cortos te aconsejan no matar a tu protagonista. Pero yo hice caso omiso a esa recomendación y acabé mi cuento finiquitando a John Deep. No podía dejar que se escapase vivo el ser más despreciable, ruin y malvado que había salido de no sé qué rincón de mi mente. Durante toda mi historia solo se dedicó a humillar, destruir y machacar la vida de los personajes que lo rodeaban. Puse el punto final precipitando su coche a un vertedero de basura, desecho con desecho, me dije y esas fueron las palabras finales que escribí.
Apagué el ordenador sobre la medianoche. Estaba exhausto después de 6 h seguidas de escritura. Me fui a la cama con la sensación del deber cumplido. Ejecutar a John Deep no había sido tarea fácil y tengo que admitir que me quedó en los labios un cierto regusto a victoria.
A las 3 a.m. me sobresaltó el sonido del teléfono, adormilado y con la preocupación de quién podía estar llamándome a esas horas atendí la llamada. Al otro lado de la línea una voz metálica y oscura que me costaba entender:
-Has dejado demasiados cabos sueltos, sigues siendo un mal escritor. De nada te sirve el taller literario al que vas.
-¿Quién es usted? ¿Qué quiere decir?
-En tu cuento dices que mi coche cae rodando por un precipicio de 3 metros. Nadie se mata desde esa distancia y mucho menos aún cayendo en un vertedero de basura donde las bolsas, plásticos y material orgánico amortiguan el golpe…
Corté el teléfono con brusquedad, todo mi cuerpo empezó a temblar. Fui al baño y me lavé la cara, mirándome al espejo hice un esfuerzo por tranquilizarme, intenté convencerme de que todo había sido una pesadilla, que el suceso acontecido formaba parte de mi imaginación. Llevaba demasiados días con ese cuento y tanta intensidad había pasado factura a mi subconsciente. Seguro que es eso, pensé mientras me hacía una infusión para relajarme.
Conseguí calmarme y volví a meterme en la cama, no pude evitar sonreír al pensar que el protagonista de mi pesadilla y de mi relato tenía razón. Había dejado demasiados cabos sueltos.
-No te preocupes, me dije a mí mismo en voz alta. Mañana a primera hora cambio el vertedero por un precipicio de 30 m y haré explotar tu coche por los aires. Entonces, volvió a sonar el teléfono.
Esta vez estaba realmente aterrorizado, la misma voz de antes me indicaba que mirara por la ventana. Allí abajo estaba él, tal y como yo lo había descrito en mi texto: alto, corpulento y con una mirada de odio que era capaz de penetrarte hasta lo más hondo. El miedo se apodero de mí. No entendía qué estaba pasando. Ese tipo que yo había creado en la ficción estaba en mi calle mirando fijamente a mi ventana. Decidí llamar a la policía. Pero cuando les conté toda la historia tal y como había sucedido me amenazaron con detenerme si volvía a llamar con una broma semejante, no me dio tiempo a pensar en otra solución. Alguien estaba manipulando la cerradura de mi puerta. Me rendí. Sabía que no tenía nada qué hacer. Había construido un personaje inteligente, sin escrúpulos. Al que se le daba especialmente bien: golpear, esconderse, abrir cerraduras, romper ventanas, disparar sin dejar huellas y mil detalles más que le hacían invencible ante un tipo como yo.
No opuse resistencia. Encendí el ordenador y con el sentado a mi lado escribí esta historia en la que John Deep acaba vivo y vencedor.
Después de que me sucediera todo esto me dedico a la novela erótica.
Apagué el ordenador sobre la medianoche. Estaba exhausto después de 6 h seguidas de escritura. Me fui a la cama con la sensación del deber cumplido. Ejecutar a John Deep no había sido tarea fácil y tengo que admitir que me quedó en los labios un cierto regusto a victoria.
A las 3 a.m. me sobresaltó el sonido del teléfono, adormilado y con la preocupación de quién podía estar llamándome a esas horas atendí la llamada. Al otro lado de la línea una voz metálica y oscura que me costaba entender:
-Has dejado demasiados cabos sueltos, sigues siendo un mal escritor. De nada te sirve el taller literario al que vas.
-¿Quién es usted? ¿Qué quiere decir?
-En tu cuento dices que mi coche cae rodando por un precipicio de 3 metros. Nadie se mata desde esa distancia y mucho menos aún cayendo en un vertedero de basura donde las bolsas, plásticos y material orgánico amortiguan el golpe…
Corté el teléfono con brusquedad, todo mi cuerpo empezó a temblar. Fui al baño y me lavé la cara, mirándome al espejo hice un esfuerzo por tranquilizarme, intenté convencerme de que todo había sido una pesadilla, que el suceso acontecido formaba parte de mi imaginación. Llevaba demasiados días con ese cuento y tanta intensidad había pasado factura a mi subconsciente. Seguro que es eso, pensé mientras me hacía una infusión para relajarme.
Conseguí calmarme y volví a meterme en la cama, no pude evitar sonreír al pensar que el protagonista de mi pesadilla y de mi relato tenía razón. Había dejado demasiados cabos sueltos.
-No te preocupes, me dije a mí mismo en voz alta. Mañana a primera hora cambio el vertedero por un precipicio de 30 m y haré explotar tu coche por los aires. Entonces, volvió a sonar el teléfono.
Esta vez estaba realmente aterrorizado, la misma voz de antes me indicaba que mirara por la ventana. Allí abajo estaba él, tal y como yo lo había descrito en mi texto: alto, corpulento y con una mirada de odio que era capaz de penetrarte hasta lo más hondo. El miedo se apodero de mí. No entendía qué estaba pasando. Ese tipo que yo había creado en la ficción estaba en mi calle mirando fijamente a mi ventana. Decidí llamar a la policía. Pero cuando les conté toda la historia tal y como había sucedido me amenazaron con detenerme si volvía a llamar con una broma semejante, no me dio tiempo a pensar en otra solución. Alguien estaba manipulando la cerradura de mi puerta. Me rendí. Sabía que no tenía nada qué hacer. Había construido un personaje inteligente, sin escrúpulos. Al que se le daba especialmente bien: golpear, esconderse, abrir cerraduras, romper ventanas, disparar sin dejar huellas y mil detalles más que le hacían invencible ante un tipo como yo.
No opuse resistencia. Encendí el ordenador y con el sentado a mi lado escribí esta historia en la que John Deep acaba vivo y vencedor.
Después de que me sucediera todo esto me dedico a la novela erótica.
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