viernes, 14 de agosto de 2009

UNA HISTORIA DE VERANO Y SALAMANDRAS (nuevo)

Necesitaba trabajar en vacaciones para que cuando regresara a la universidad no tuviera que pasar por grandes apuros. El trabajo de repartidor de compras a domicilio me venía bien, no era monótono y las propinas eran buenas. Lo peor era la vieja y cascada furgoneta a la que cada día le costaba más subir las cuestas. Pero yo era joven y acababa de empezar el verano. La mezcla de esas dos fugaces sensaciones me hacían sentir invencible.

Llegué algo más tarde de la hora que tenía puesta en el pedido. Aquella casa estaba a las afueras de la ciudad y me había costado mucho encontrarla. Tuve que pasar por un camino de tierra que se adentraba en un bosque de vegetación frondosa. La belleza del paisaje y el pensar que ese era el último pedido del día me ayudaron a ir relajándome.

Cuado, al fin, llegué tuve la sensación de haber viajado en el tiempo. Era una pequeña mansión victoriana, parecía sacada de una de las novelas de Jane Austen. El jardín crecía a su antojo, sin ningún tipo de cuidado. En él había un columpio infantil derrotado por el óxido y una mesa rodeada de sillas que estaban un poco mejor conservadas.

Arrastré como pude el carrito através del césped hasta alcanzar la entrada, solo necesité tocar una vez la pequeña campana colgada en el quicio de la puerta para que me abrieran.

Me recibió un mayordomo que me hizo un gesto que yo interpreté como una reverencia, luego realizó otro con la cabeza que me indicaba dónde tenía que dejar las bolsas. Atravesé un zaguán que me condujo directamente a un enorme salón con una enorme escalera de caracol que conectaba con la planta de arriba. El lugar estaba enormemente recargado: estatuas, plantas, libros, cuadros, muebles y alfombras. Todo era de diferentes épocas, estilos y partes del mundo. Más que un salón parecía el desván de un coleccionista de arte. Estaba mirando con embobamiento todo aquello cuando una voz me sorprendió desde el final de la escalera.

-¿Le apetece un té frío, joven?

Ante mí apareció la mujer más elegante del mundo. Llevaba un largo vestido de tul azul. Apenas se había maquillado y por la viveza de sus ojos podría haber tenido menos años que yo. Pero los surcos de su rostro delataban su madurez.
Cuando me disponía a mover los labios para contestar, ella me interrumpió.

-Nos lo servirán en el jardín. A esta hora de la tarde la temperatura allí es muy agradable.

De pronto me encontré en aquel jardín, sentado delante de aquella maravillosa señora, esperando a que nos sirvieran el té. Me observaba directamente con unos enormes ojos azules de mirada tan intensa que parecían que nunca parpadeasen.


-¿Qué hace usted, joven?

-Repartidor -dije tímidamente. Ella soltó una carcajada que casi me molestó-.

-No le pregunto a qué se dedica. Me refiero a cuál es su sueño. Cuáles son los planes que guarda en su interior.

-Estudio literatura -al escuchar esto ella se puso seria y me miró más fijamente-.

-Muy interesante. Para comprometerse con la literatura, uno lo tiene que hacer primero con la vida-.

Yo no supe qué contestar ante aquella frase. Por suerte el mayordomo trajo el té junto con un gotero que tenía en su interior un líquido verde.

-Le echaremos una gotitas de absenta. La bebida de los artistas. ¿Qué le parece mi retiro? -dijo mirando a su alrededor-.

-¿Se refiere a su casa? -pregunté mientras me daba un profundo trago al té, que tenía un fuerte sabor absenta-.

-Me gusta llamarlo retiro. Se acerca más a la realidad.

-Pues digamos que su retiro… tiene cierta belleza desordenada. Por un momento pensé que había dicho una estupidez que la molestaría.

-Tiene razón. El interior de nuestras casas guarda un raro paralelismo con el de nuestra alma.

En aquello noté un aire de tristeza. De nuevo no sabía qué decir. Ella volvió a llenar las tazas con más absenta que infusión y yo volví a dar otro enorme trago.

-¿De qué se retira usted? -le dije mientras percibía que el líquido empezaba a hacer efecto en mi cabeza en forma de mareo y euforia-.

-Buena pregunta. Imagino que me retiro a morir.

Hubo unos segundos de incómodo silencio. Hasta que volvió a hablar con una mueca que tenía forma de sonrisa.

-¿La eternidad? Sin duda me encantará; uno entra en ella tumbado.

Empezamos a reírnos sin contención de aquella elocuencia. Como si hubiese sido la mejor broma del mundo. Nos reíamos tanto que casi nos faltaba el aire. Mientras lo hacíamos nos mirábamos como si nos conociéramos de toda la vida. En ese corto espacio de tiempo sentí que estaba siendo feliz. Una felicidad fugaz, pero real y bella, como los preciosos ojos azules de mi anfitriona.

Empezó a anochecer. Las farolas del jardín se encendieron, pero casi no hacían falta con
la cantidad de estrellas que lucían en el cielo. No sé cuánto tiempo pude pasar allí, pero en ese periodo me contó muchas cosas: que su mayordomo había sido un antiguo profanador de tumbas en Egipto, me habló de una isla donde habitaban unos hombres con la cabeza en forma de sapo y que eran los mejores amantes del mundo. También nos hicimos en su salón una foto con una cámara rescatada del mismísimo Titanic.


Cuando volvimos a salir al jardín ocurrió algo maravilloso. Dos pequeñas salamandras de colores se pusieron sobre sus pies descalzos. La embriaguez de la absenta no me dejaba apreciar bien la viveza de sus colores. Ella me miró sonriente y me explicó que eran animales mágicos a los que les encantaba la música. Entonces ordenó a su mayordomo que sacara el arpa al jardín, abrazó el instrumento y cerró los ojos mientras tocaba aquel mágico instrumento, las primeras notas llenaron todo el lugar de una sensación espesa y dulce. La percepción que tuve es que todos los seres vivos de ese pequeño vergel escuchaban las notas de aquel instrumento. De pronto alrededor de ella y su música empezó a formarse un círculo de cientos de salamandras de todas las tonalidades, que observaban con ojos vivos y atentos los movimientos de sus manos. Yo, asombrado de ver tanta belleza a mí alrededor, era el único testigo de aquel increíble espectáculo.

Ahora tengo la misma edad que ella cuando ocurrió esta historia. Después de esa noche jamás volví a verla. Algo se ha posado en mi pie descalzo. Es una salamandra que se deja atrapar con facilidad. La agarro con cuidado y nos miramos fijamente. Tiene los ojos azules. Quizás sea ella que ha venido a visitarme transformada en salamandra. Aunque sobre eso tengo mis duda.

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