viernes, 14 de agosto de 2009

LA ENTREVISTA

Acudí a mi entrevista de trabajo lo más peripuesto posible. Quería causar buena impresión. No me podía permitir estar mucho más tiempo sin una ocupación. Mi economía estaba en una situación demasiado crítica. Hice un último repaso a mi aspecto en el espejo del ascensor. Pensé que estaba algo demacrado para cuarenta y cinco años, también me di cuenta de que me estaba cagando y que me sudaban las orejas, siempre que me pongo nervioso me dan ganas de cagar. El ascensor paró en la 5.ª planta.

Hice caso al letrero de la puerta y entré sin llamar. En la recepción una secretaria muy amable me indicó que pasara a un despacho. “En seguida le atiende”, me dijo con voz de contestador.

El despacho era grande y luminoso. Todo muy a la última. Una de las paredes estaba llena de diplomas (licenciaturas, títulos, masteres…) y la otra estaba plagada de fotos. En ellas se veía a un tipo alto y apuesto en diferentes momentos triunfales de su vida: recogiendo algún premio, al lado de una autoridad, incluso tenía un retrato con el Rey. En ese momento me di cuenta de dos cosas: que a ese cabrón de las fotos le iba mucho mejor que a mí y que mis ganas de cagar iba en aumento.

Miré el reloj. Llevaba diez minutos en ese lugar sin que nadie me atendiera. Decidí sentarme frente a la gran mesa que coronaba el despacho. Estaba llena de papeles y carpetas, todo muy ordenado. Entonces ocurrió. En un lado de la mesa vi algo que llenó mis orejas de gotitas y que produjo en mi estómago un retortijón que milagrosamente conseguí contener. No daba crédito a mis ojos. Estaba viendo claramente que encima de la mesa había una pistola.

Intenté tranquilizarme. Pero no podía dejar de mirar a aquella pistola, nunca había tenido una tan cerca. Me entraron unas ganas absurdas de cogerla. La empuñadura metálica estaba muy fría y pesaba más de lo que imaginaba. Como un niño que juega a vaqueros apunté a las fotos y comencé a pegar tiros ficticios, el sonido lo emitía con la boca bang, bang, bang... En mi imaginación maté a un concejal, un director de banco y dos alcaldes. Aunque el asesinato imaginario que más satisfacción me produjo fue el del Rey.

El sonido de la puerta del despacho al abrirse interrumpió mi juego, y me asustó. Me volví rápidamente hacia ella, como un muchacho travieso seguía sosteniendo y apuntando con la pistola. El tipo con suerte de las fotos me miraba, pero esta vez no sonreía. Luego todo fue muy deprisa. El sonido ensordecedor, el olor a pólvora, los gritos de la secretaria y yo que me había cagado en los pantalones.

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