
Hice caso al letrero de la puerta y entré sin llamar. En la recepción una secretaria muy amable me indicó que pasara a un despacho. “En seguida le atiende”, me dijo con voz de contestador.
El despacho era grande y luminoso. Todo muy a la última. Una de las paredes estaba llena de diplomas (licenciaturas, títulos, masteres…) y la otra estaba plagada de fotos. En ellas se veía a un tipo alto y apuesto en diferentes momentos triunfales de su vida: recogiendo algún premio, al lado de una autoridad, incluso tenía un retrato con el Rey. En ese momento me di cuenta de dos cosas: que a ese cabrón de las fotos le iba mucho mejor que a mí y que mis ganas de cagar iba en aumento.
Miré el reloj. Llevaba diez minutos en ese lugar sin que nadie me atendiera. Decidí sentarme frente a la gran mesa que coronaba el despacho. Estaba llena de papeles y carpetas, todo muy ordenado. Entonces ocurrió. En un lado de la mesa vi algo que llenó mis orejas de gotitas y que produjo en mi estómago un retortijón que milagrosamente conseguí contener. No daba crédito a mis ojos. Estaba viendo claramente que encima de la mesa había una pistola.
Intenté tranquilizarme. Pero no podía dejar de mirar a aquella pistola, nunca había tenido una tan cerca. Me entraron unas ganas absurdas de cogerla. La empuñadura metálica estaba muy fría y pesaba más de lo que imaginaba. Como un niño que juega a vaqueros apunté a las fotos y comencé a pegar tiros ficticios, el sonido lo emitía con la boca bang, bang, bang... En mi imaginación maté a un concejal, un director de banco y dos alcaldes. Aunque el asesinato imaginario que más satisfacción me produjo fue el del Rey.
El sonido de la puerta del despacho al abrirse interrumpió mi juego, y me asustó. Me volví rápidamente hacia ella, como un muchacho travieso seguía sosteniendo y apuntando con la pistola. El tipo con suerte de las fotos me miraba, pero esta vez no sonreía. Luego todo fue muy deprisa. El sonido ensordecedor, el olor a pólvora, los gritos de la secretaria y yo que me había cagado en los pantalones.
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