viernes, 14 de agosto de 2009

EL EXTRAÑO VIAJERO (nuevo)

La primera vez que lo vi fue desde mi caseta de seguridad. Llevaba una vieja Volkswagen con un enorme remolque plateado. Eran las 11.00 de la noche y me asusté. No es el típico vehículo que hay por esta zona, pensé mientras se bajaba de la furgoneta. Era un hombre bastante corpulento, con el pelo largo recogido en una coleta, barba de pocos días, y vestía con un mono vaquero y una camiseta blanca. De sus enormes ojos grises no me percaté hasta que se asomó por la ventanilla de la caseta. Introdujo por una de sus rendijas un pequeño papel en el que había una palabra escrita. Me preguntó si esa palabra se correspondía con el nombre del pueblo en el que se encontraba. Yo le contesté que sí, pero que aquello no era un pueblo, era una urbanización. Él me miró como si fuera la primera vez que oía esa palabra, luego se limitó a estirar los brazos y mirando al cielo dijo que por fin había llegado a su hogar.

La mañana siguiente a la llegada de aquel hombre empezaron los problemas. Acababa de entrar a trabajar, cuando la presidenta de la comunidad de vecinos, una vieja insoportable acompañada se su horrible caniche, me ordenaba que fuera a ver la locura que estaba haciendo el nuevo vecino.
No me lo podía creer. Aquel tipo subido a un andamio estaba pintando todo su chalet adosado de un rosa ácido que se veía desde kilómetros. Un corro de vecinos arremolinados alrededor de la casa murmuraban indignados ante aquel atrevimiento. Me acerqué y le pedí que si podía bajar un momento. Él lo hizo mirándome como un niño que está orgulloso de su nuevo muñeco de nieve.

-Eso no se puede hacer, todas las casas tienen que tener un color uniforme, así lo pactó la comunidad -él me miró como si le estuviese hablando en otro idioma-.

-¿Y por qué? -me lo preguntó sin un resquicio de rencor, con la curiosidad del que quiere aprender cosas nuevas. Yo no sabía qué contestarle. Y recuerdo que le dije la primera absurdez que se me pasó por la cabeza-.

-No sé. Las cosas son así -me miró directamente durante unos segundos y luego me habló sonriéndome-.

-No hay problema, lo pintare otra vez todo de blanco -aquel hombre extraño me caía bien y quería que lo supiera. No podía irme de allí sin hacérselo notar. Mientras se volvía para volver a pintar la fachada me dirigí a él-.

-Me imagino que el remolque que guardas en el garaje está lleno de muebles. Si quieres yo te puedo echar una mano para descargarlos.

-No guardo muebles en ese remolque, ahí vive un tigre -dijo sin perder la sonrisa, la verdad es que me hizo gracia su broma y le respondí con una carcajada. Después de esa elocuencia todavía me caía mejor-.

Los 3 días siguientes fueron de tranquilidad. Me gustaba espiar a través de las pantallas de vigilancia que tenía en mi caseta el comportamiento del nuevo vecino. Principalmente se dedicó a arreglar su jardín con extrañas plantas y flores de diversos colores. Construyó el jardín más hermoso que jamás había visto. Los vecinos cuando pasaban por allí se quedaban sorprendidos por tanta belleza. Luego por las tardes y siempre a la misma hora salía con su furgoneta y su remolque de la urbanización, en esas salidas siempre se paraba a charlar conmigo. Era la persona más curiosa que nunca había conocido. Me preguntaba sobre temas tan obvios y pequeños que daba la impresión de que mi nuevo amigo hubiese nacido hacía pocos días. Sin embargo, parecía tener conocimientos de casi todo (literatura, jardinería, geografía, zoología…). En realidad, siempre hablaba poco de sí mismo. Apenas conseguía sonsacarle algo sobre su vida, cuando lo intentaba rápidamente cambiaba de tema. Su nombre era Oto y se definía como un viajero. Para mí era el extraño viajero.

El cuarto día se rompió la tranquilidad. De nuevo al entrar a trabajar un grupo de vecinos me esperaban llenos de indignación para quejarse de la nueva ocurrencia de Oto. Los cabecillas de aquella manifestación eran la presidenta, su caniche y Pedro el dueño del adosado que compartía pared con la casa de Oto. Este tipo me gritaba que no estaba dispuesto a que ese loco pusiera en peligro la integridad de su hija y que o hacía yo algo o lo haría él.

Me acerqué al jardín de la casa de Oto y casi me desmayo al ver cómo una enorme vaca pastaba a sus anchas por aquel vergel. Los más curioso de todo es que no comía ninguna de las hermosas flores que había plantado Oto días atrás. Seleccionaba cuidadosamente donde ponía su poderoso hocico para ingerir tan solo hierba.

Oto salió saludando con la mano a todo el mundo que se agolpaba en la puerta del su jardín. Tuve que sujetar a Pedro para que no cometiera una barbaridad. “Ya me encargo yo”, le dije.

Tenía a Oto enfrente de mí y no sabía si zarandearle para reprimirle o echarme a reír por todo el cabreo que había generado en todos esos idiotas.

-Oto, no puedes vivir con una vaca en tu jardín. Puede escaparse y hacer daño a alguien
-de nuevo me miró con esa mirada extraña de no entender lo que estaba pasando-.

-Pero si nunca lo ha hecho. Además, mira -me dijo señalando a donde estaba la vaca. Pude observar cómo la hija de Pedro acariciaba la cabeza del animal mientras este movía alegremente el rabo. Enseguida su padre la apartó con brusquedad haciendo que la niña llorara copiosamente-.

-Ves, Oto, la gente está enfadada, además nadie que vive en urbanizaciones tiene vacas en su jardín.

-¿Y por que? -volvió a preguntarme sin enfado alguno, lleno de ternura y de incomprensión. Y yo le volví a contestar lo mismo que la otra vez-.

-No sé, las cosas son así -me miró como si tuviera soluciones para todo-.

-Está bien, me la llevaré -emitió un sonido raro con la boca y la vaca le siguió hasta dentro de la casa. Y ya nunca la volvimos a ver-.

Durante 6 días Oto no dio señales de vida. Yo estaba atento a mis monitores para poder adelantarme a la próxima locura de Oto y así salvarle de la furia de la vecindad.
Pero no tardo en ocurrir lo peor. Observé por una de las televisiones cómo Oto salía completamente desnudo a su jardín para ducharse con la manguera. Abandoné mi cabina a toda velocidad, me separaban unos 3 min de la vivienda de Oto. Cuando llegué lo pillé entregando una flor a la hija de Pedro, quien observaba divertida su nuevo regalo. Cuando intenté avisarle de la llegada de Pedro fue tarde, este lleno de ira golpeó a Oto en la cara con una barra de hierro mientras le gritaba todo tipo de insultos. Conseguí sujetarle por detrás, pero era mucho más fuerte que yo y consiguió zafarse de mí con facilidad. Ese breve instante lo aprovechó para golpearle de nuevo, esta vez en el costado, creí que lo iba a matar cuando un fuerte estruendo proveniente de su casa hizo que toda aquella imagen se congelara. La puerta del garaje saltó en pedazos, un enorme tigre blanco hizo su aparición saltando sobre Pedro y derrumbándolo como si fuera una pluma, cuando la bestia se disponía a degollar a Pedro con sus garras, un extraño grito de Oto en forma de palabra paralizó al tigre.
Pedro no tenía ningún rasguño, pero estaba aterrorizado y con un enorme ataque de pánico. Oto desapareció en el interior de su casa con el tigre. Convencí a todo el mundo que sería yo el que llamaría a la policía, aunque, por su puesto, no pensaba hacerlo.

Estaba en mi caseta nervioso por todo lo acontecido y pensando que era lo próximo que debía hacer, cuando apareció Oto con su vieja Volkswagen con remolque. Paró el vehículo y me dirigí hacía donde estaba. Tenía la cara destrozada y las heridas seguían intactas.

-Vengo a despedirme -por el tono de su voz parecía que no hubiera pasado nada. Yo estaba de pie mirándole através de la ventanilla. Como siempre no sabía qué decirle, pero no sé por qué motivo creía que tenía que disculparme.

-Lo siento mucho, Oto -introduje la mano por la ventanilla y él me la estrecho con calidez-.

-Hasta siempre -dijo a la vez que encendía el motor. Había andado unos metros cuando le grité que se parara. Fui a mi caseta saqué de mi cajón mi pistola de servicio y empecé a disparar a todos los monitores, los cristales saltaron por los aires, paré cuando no quedó ni uno solo encendido. Luego hice saltar todas las alarmas de cada una de las casas de la urbanización. Esta noche no dormirán tranquilos, pensé mientras volvía corriendo hacia donde Oto me esperaba con la furgoneta encendida. Me subí en el asiento del copiloto y le miré. En su gesto no había señal de asombro por lo que acababa de pasar, solo me hizo una pregunta.

-¿Por qué? -esta vez si supe qué contestarle-.

-No sé. Me apetecía -arrancó y nos perdimos camino de algún lugar, de algún hogar.

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